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jueves, 24 de junio de 2010

LOS LÍQUENES DEL SUEÑO


EL PASO DE LA GARRA DEL AÑO

Desde que descubrí que con cada nueva tormenta perdía
un miembro de mi cuerpo, me encuentro sumido en una particular
melancolía. Primero cayeron las uñas, delicadamente,
como si de cascabullos de bellotas se tratara. Después, en implacable
sucesión, las orejas, los dedos, la nariz...

El espejo dejó de devolverme la imagen de un hombre saludable, tornándola más bien en la de un carnero desollado. Antes de que
mi piel se desprendiera en su totalidad, decidí improvisar diversas
defensas. Pero el simulacro resultó inútil: cada día de tormenta suponía una nueva pérdida.

Ayer, con el estallido de los últimos relámpagos, mi cabeza,
sin ningún ruido, flexiblemente, resbaló hasta el suelo. No lo lamento. Nunca disfruté la hora del afeitado. Por otra parte, mi salud es perfecta y no necesito bañarme para tener la sensación de que estoy limpio.

EL PISAPAPELES

La lluvia se intensificó un poco y yo corrí por el callejón
hasta alcanzar la ruinosa puerta de la tienda de antigüedades
y curiosidades. Gustav, mi mejor amigo y el mayor granuja
de nuestro club, había vencido con apasionados argumentos
el natural escepticismo del que adolezco para con lo llamado
sobrenatural, empujándome a visitar este establecimiento de
mercancías en absoluto seductoras.

―Cierre la puerta.

No me sobresaltó lo más mínimo la campanilla, ni la rechinante
voz del hombrecillo ratonil que uno sabe siempre que
encontrará en estos mugrientos lugares. A causa de la oscuridad
mi visión primera se redujo a la de unas estanterías repletas
de colgaduras y objetos polvorientos.

―Bienvenido. Tengo lo que necesita ―dijo el quincallero.

―No me moleste ―respondí, sin dignarme bajar los

ojos hacia las arrugas que eran su rostro―. Sólo deseo husmear.

―¡Miente! Usted busca alga extraordinario. Sígame.

Consideré la perspectiva del desapacible estado atmosférico
exterior y, con una prudencial desconfianza, pasé al otro
lado del mostrador.

A la menguante luz del candil pude asistir a una más exacta
conformación de los genuinos artículos que me rodeaban:
fusiles de chispa con adornos de cobre, pífanos, dentaduras
de tiburón, bajorrelieves hindúes, muebles victorianos, tapices,
primitivos libros y todo tipo de rarezas embotelladas.
Nuestros pasos hacían crujir el suelo de madera carcomida.
No me cabía duda que tras el pasillo atestado de sombras y de
tesoros oxidados penetraríamos en un húmedo cuarto abovedado.
Nada de lo que allí me mostró el anticuario me causó
una extrema impresión, exceptuando quizá una sucia vitrina
donde se amontonaban algunos camaleones embalsamados.
El viejo me arrastró débilmente al centro de la trastienda.
Sobre una mesa, entre otros abalorios, uno de esos pisapapeles
en forma de inofensiva bola de navidad parecía irradiar un
brillo propio aunque insignificante.

―Mírelo fijamente ―dijo el hombrecillo.

Lo complací. Pero ello no me procuró ninguna emoción,

no me hipnotizó ni alteró mi pulso. Cuando aparté la

vista de la opalescencia de aquella esfera cristalina, pregunté

decepcionado:

―¿Eso es todo? ¿No tiene otras cosas?

―Eso es lo más extraordinario que tengo.

Me volví inmediatamente y aceleré el paso en busca de la
salida. Conturbado por un vulgar sentimiento de estafa salté
el pequeño mostrador y me dispuse a abrir la puerta. Un moscardón
reluciente zumbaba en torno al pomo. Extendí implacablemente
mi lengua y lo cacé.

Una buena lectura de este cuentista, en el buen sentido de la palabra, que todos deberíamos conocer. Sin más.

Los líquenes del sueño
Relatos 1980-1995
Ángel Olgoso

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